Una vez un estudiante me dijo que no podía entregarme la asignación porque su perro se la comió. Reí, reí y reí... Para hacer la historia corta, mamá me confirmó que, efectivamente, su perro le comió la asignación e incluso habían fotos de los restos de tarea y evidencia del perro avergonzado. Hoy me recordé de esa historia porque la verdad es que a mí me pasan demasiadas cosas así de increíbles, como si les cuento que por poco quemo una lámpara de la casa con un rolo de pintura o la vez que dejé las llaves dentro del carro al comprar limbers y tuve que entrar por el baúl. La cosa es que pienso en eso al recordar que mi esposo agregó el hacernos de un extintor a la lista de cosas por comprar; entonces, refexiono en cómo las acciones o situaciones de uno, por más locas que parezcan, influyen en la vida de otros. Yo puedo dar fe de eso, ya que hace como seis años compro azúcar morena gracias a Chewi, un señor que me encontré en el pasillo del supermercado. (Gracias, Chewi, donde quiera que estés.)
Yo no espero que le encuentres sentido a lo que estoy diciendo, pero mi punto con toda esta divagación que escribo mientras despierta mi pierna acalambrada es que hasta de las historias más increíbles uno saca algo. Yo he aprendido que hasta los perros se las traen, que de las conversaciones casuales uno aprende y que los olvidos pueden hacer notar una necesidad. También, les cuento esto por si acaso alguien se da cuenta que le hace falta un extintor en la casa porque nunca se sabe cuándo un rolo de pintura pueda hacer que se queme la casa.