
Este tema tampoco puede faltar en cualquier reunión familiar donde lo más que se habla es de chichos, cachetes y dietas.
-Mija, no sigas comiendo que ya casi no cabes en los pantalones- me dicen en cada reunión familiar, aunque como muchísimo menos que la mayoría de ellos.
-A mí no me des pernil que tiene grasa que se acabó- dice mi prima como para engañarse a sí misma.
-La próxima semana empiezo dieta- dice ella y mi madre se le hace solidaria.
-Nena, tú ponte a dieta porque si no triste es tu caso- me siguen atacando como si ser gordo fuera un pecado capital. Claro, siempre necesitan a alguien para amilanar sus propios complejos y por supuesto ¿quién mejor que yo?
Ya los comentarios han envenenado mi mente y los acepto. Me miro frente al espejo y veo una figura descomunal, deforme, horrenda. Con mi mente poseída de esos malos pensamientos planifico una dieta, dos, tres… Veo los dulces como enemigos mortales y las deliciosas papitas con queso me parecen un pecado. Eso es lo más que duele porque lo que más me gusta es lo que más engorda. Pero en realidad no es el fin del mundo. Sólo peso poco más de 130 libras. ¿Que no es lo mismo que las 110 libras de la escuela superior? Obvio, si ya han pasado como seis años. Todo cambia. ¡A la porra las dietas y las críticas! Que me ponga como una ballena. Total que el problema es mío y de más nadie.
Tenemos que exorcizarnos de esos malos espíritus cizañeros que han hundido a muchas vidas en la depresión, la bulimia y la anorexia. Para los gustos los colores, los sabores, los tamaños y los chichos. Cada quien con su manteca y todo el mundo a su sorullo.
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